De peces piloto y rémoras
Quedé enganchado con un documental de National Geographic sobre los tiburones ballenas, animales cuya existencia ignoraba y, por lo que vi, bastante sociables con los buzos que se les acercan y acarician ─pese a que su dieta es similar a la de las ballenas y excluye a los humanos, yo no los tocaría ni con una caña─. Porque no soy lo que se pueda llamar un amante de la naturaleza, aunque me gustan los jardines botánicos, parques y playas, pero estas siempre con fondo de edificios a la vista y conexión para el celular y Wi-Fi ─Río de Janeiro, Valencia, Mar del Plata, Cádiz, Lima─. Pero el programa de NatGeo me cautivó; la asociación tiburón y ballena me trajo reminiscencias de Moby Dick, libro del cual me debo una relectura en la bellísima traducción de Enrique Pezzoni y prologada por Jaime Rest.
El documental terminaba con una filmación hecha en la Isla Mujeres, en la península de Yucatán, y muestra un tipo de pesca para mí desconocido hasta ese momento; un cormorán se sumergió y, como un torpedo, se dirigió hacia una rémora que estaba en el costado de la boca de un tiburón ballena y, tras un forcejeo que duró casi un minuto, se remontó hacia la superficie con su presa en el pico. Por lo visto la oferta del menú de pescado fresco fue tentadora porque, en breve, otros cormoranes hicieron otro tanto para llevarse otras rémoras que estaban en las aletas y al costado de la cabeza del tiburón ballena. Las rémoras me llevaron a la existencia de otro peje, compañía inseparable de los tiburones ─de los que manducan humanos─ y de cuya existencia me enteré leyendo algún libro de Jaques Costeau, los peces piloto. Años después me enteré de las referencias mitológicas de ellos. Vi el hilo de Ariadna que me trajo a estas líneas.
Pero Ariadna tardó en aparecer con su ovillo salvador; la rémora es un pez y mi ignorancia sobre el tema es enciclopédica así que navegué desde mi teclado por los océanos de las redes. Buscar en Internet no es tan fácil, abunda la información pero también la basura electrónica y, muchas veces, los links de la Web no ayudan, son un incordio: nos llevan a los lugares más inesperados o no deseados. Como Cristóbal Colón, que creyó llegar a Cipango cuando puso el pie en Dominicana; me equivoqué de continentes, pero encontré lo que buscaba.
En el medio de mis búsquedas de las rémoras, a las que sumé la de los peces piloto, aterricé en el site de un club de swingers de Canadá que arman sus partuzas en un yate que tiene el sugestivo nombre Remora. Ese pez me recordó no a los marinos de la variedad Remora remora, sino el bípedo Homo sapiens, variedad terrestre. Porque, ya que el documental de National Geographic fue filmado en Yucatán, la ayuda vino de un proverbio mexica: “Mucho ayuda el que no estorba”, y trajo su hilo de Ariadna para una comparación literaria; la segunda acepción de rémora para la RAE es: “Persona o cosa que retrasa, dificulta o detiene algo”.
Los dichosos equeneidos son peces que han evolucionado, desarrollando una potente ventosa en lugar de su aleta dorsal; con ella se adhieren a otras especies marinas de mayor porte: tiburones, rayas manta, tortugas y, especialmente tiburones ballena; la razón es que toda esta fauna suele dejar restos de comida en sus cacerías y las rémoras se alimentan de ellos. La causa de la evolución y metamorfosis de estos peces es que procurarse alimento en el mar demanda alto consumo energético y peligros; por eso también, ante la falta de animales, las rémoras se adhieren al casco de los barcos y, al igual que en tiburones ballena y otras especies a su alcance, cuando son muchas en el mismo huésped se vuelven un estorbo; una suerte de lastre o ancla flotante. A esta razón se debió la inesperada cacería de rémoras filmado por los buzos en el documental de NatGeo, el tiburón ballena estaba sobrepoblado de rémoras y, supongo ─concesión al lenguaje inclusivo─ de rémoros.
Los peces piloto, a diferencia de las rémoras, no son parásitos que se adhieren a sus anfitriones, viven en relación de simbiosis con los tiburones, a los que siguen en sus singladuras. Por lo general, adelante y un poco más arriba, para alimentarse del resto de sus cacerías e, inclusive, metiéndose en su boca para limpiarle los dientes. De allí su nombre y abolengo en el mundo clásico, empezando por su nombre científico: Naucrates ductor; un pasticcio greco latino: el genérico Naucrates deviene de mezclar dos palabras griegas naus (nave) y krateo (dominar) y el específico ductor (en latín conductor); in altre parole “el conductor del que domina la nave”. El pez piloto fue adorado por los antiguos marineros griegos que veían en él un guía y buen augurio para sus capitanes y timoneles y, como corresponde, le dieron origen divino.
Según la mitología griega, el pez piloto habría sido un marino de nombre Pompilio que ayudó a la ninfa Ocirroe a huir de los acosos de Apolo; fue en vano, el cachondo dios los encontró, se la transó a Ocirroe. Como ocurre, con las víctimas de este dios, un predador sexual del Olimpo ─por algo en las esculturas antiguas casi siempre lo representan solo con sandalias y en tarlipes o con la túnica arremangada─ con frecuencia terminan metamorfoseadas, como Dafne que terminó en laurel y en flor Jacinto. Esta vez Ocirroe se salvó y sobrevivió Ocirroe; el que la ligó fue el aguafiestas Pompilio transfigurado en pez piloto. Curiosamente Ovidio no da cuenta de esta metamorfosis sino dos escritores posteriores y citando fuentes diferentes. Y de esto me enteré en mis derivas por alguno de los 41 volúmenes de Clásicos Jackson.
Visto desde el universo oceánico de los estantes de las bibliotecas, pienso si otras rémoras, ahora intelectuales, no son algunas lecturas que influyeron en nuestras cosmovisiones, prejuicios y principios; y cuya revisión no hemos superado con nuevas lecturas que quiten el lastre de esas cosmovisiones, prejuicios y principios ─siguiendo aquella sabia reflexión de Groucho Marx: “estos son mis principios, si no les gustan tengo otros”─. Ya los peces piloto serían aquellas lecturas que nos guían, convocan y abren rutas en nuevas singladuras bibliográficas.
Siguiendo la deriva de comparaciones literarias, las rémoras serían peces lacayos, viven adheridos a la sombra de los poderosos, los sirven y se alimentan de sus sobras ─¿o de sus obras?─. Si para Flaubert los escritores son como buitres, siempre en busca de carroña para nutrirse; para muchos sería más ajustada aquella declaración del personaje de Roberto Arlt: “Yo tengo alma de lacayo.”
Sin embargo, muchos escritores o intelectuales, que no vacilarían en definirse como buitres, jamás tendrán la sinceridad para declarar: “Yo soy un escritor lacayo”. O “yo soy un escritor rémora”, que vendría a ser lo mismo.
Danilo Albero