Un templo donde vivos pilares
Una palabra polisémica, la primera que pronunció el arcángel Gabriel a Mahoma cuando le dictó El Corán, es “siente” ─otras versiones dicen: “lee o recita”; en todos los casos estos actos están ligados a los sentidos─. En una de sus primeras acepciones, sentir es percibir por medio de algunos de los cinco sentidos, de la palabra deriva sentimiento, que alude a estados de ánimo.
Correspondencias, el poema de Baudelaire, trata de sensaciones coincidentes, en su manera de ver y percibir el mundo, con las palabra iniciales de El Corán: “La naturaleza es un templo donde vívidos pilares / A veces dejan brotar palabras confusas; / El hombre pasa a través de bosques de símbolos /Que lo observan con miradas familiares. / Como ecos prolongados que en la distancia se confunden, / En una profunda y tenebrosa unidad, / vasta como la noche y como la claridad, / perfumes, sonidos y colores se responden. / Hay perfumes frescos como la carne de los niños, / Dulces como oboes, verdes como los prados; / Otros, corruptos, ricos y triunfantes. / Que tienen la expansión de cosas infinitas, / Como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso, / Que cantan el éxtasis del alma y los sentidos”.
La cuarentena por pandemia de COVID19 ─aislamiento─ y síntomas de los afectados: pérdida del gusto y olfato de las personas, o las vías de contagio, también estuvo ligada a los sentidos: nariz, boca y ojos, los dos últimos casos por contacto con las manos sin desinfectar, o sea, el sentido del tacto.
Las circunstancias de nuestras relaciones, accionar con el medio que nos rodea, y posibilidad de aprender e interactuar con los semejantes, están conectadas a los sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto; cuatro están ubicados en la cabeza y el último en la yema de los dedos como punto principal. La carencia de alguno de ellos forma parte de minusvalías con su propio nombre: ceguera, sordera o, muchas veces, sordomudez, anosmia y ageusia; la carencia del tacto no tiene nombre, pero, como metáfora, su ausencia está relacionada al trato social y la vida pública, por lo tanto carecer de él es síntoma de vulgaridad, mala educación o autoritarismo.
A su vez los cinco sentidos rigen las relaciones humanas; con ellos, aprendices de hombres y mujeres venimos al mundo, los más desarrollados en el bebé al momento del nacer son: olfato, tacto y gusto; el oído tarda un poco más, alrededor de cuatro meses para afianzarse y reconocer voces familiares; la vista, alrededor de seis. A medida que crecemos incorporamos, en mayor o menor medida, otros sentidos ya que otra acepción de la palabra puede ser juicio o razón; o consciencia, de allí que desmayarse pueda ser también “perder los sentidos”.
Además, las correspondencias de Baudelaire se relacionan con nuestras evocaciones, déjà vusydéjàvécus, ya vistos y ya vividos que afloran en el presente frente a estímulos externos, como la magdalena y el té de tilo en los recuerdos del protagonista en el primer volumen de La búsqueda del tiempo perdido, que detona los seis restantes donde describe, todos los aspectos del arte ─pintura, escultura, música, literatura, teatro y arquitectura─, y la experiencia existencial y subjetividad de los protagonistas rememorados.
De manera análoga, remembranzas del pasado aparecen vinculadas a experiencias sensoriales que persisten durante nuestra existencia. Desde una retrospectiva personal, tengo presente olores de la infancia y adolescencia en Mendoza; marca de primaveras y veranos, después de los fuertes y tórridos Zondas que llegaban del norte. Con el atardecer venía la respuesta del sur: frescos vientos ─con frecuencia huracanados, como los Zondas─ a veces acompañados de lluvias, preanunciadas por el fuerte aroma de la tierra y jarilla húmedas, el petricor (palabra que no registra la RAE). También permanecen en mi memoria el olor de las panaderías; y el del escobajo y orujo que, a finales del verano, terminada la molienda diaria de la uva y la primera fermentación del vino nuevo, algunas bodegas arrojaban a las calles de tierra para asentarlas y consolidarlas; el del hinojo silvestre para alimentar los conejos, que a la hora de las siesta en verano íbamos a cosechar en la orilla de los zanjones, acompañado del sedante susurro del agua.
Por sobre esos aromas uno sigue activo hasta el presente: el olor del papel de los volúmenes viejos en negocios de libros usados y anticuarios, aroma que de niño descubrí en las primeras salidas a canjear revistas en aquellos entrañables negocios de compra y venta a un valor constante: dos usadas por una usada, tres usadas por una nueva; y, mientras escribo estas líneas, el del tabaco Balkan Sobranie de mis décadas de fumador de pipa. Algunos sabores persisten y es posible conseguirlos en Buenos Aires: las empanadas sanjuaninas ─que mis comprovincianos me disculpen─ y las chilenas más abundosas en cebolla, en Buenos Aires las pizzas de El Cuartito; de los años de exilio en Brasil, las feijoadas de los sábados, acompañadas de ecos conversaciones cuando las compartíamos con amigos.
Como a The Beatles en Penny Lane, algunos sonidos están en mis oídos y ojos (Penny Lane is in my ears and in my eyes), y regresan con las evocaciones: la siringa del heladero en el verano y del vendedor de maní caliente y castañas asadas en otoño e invierno, pero en otro triciclo, éste con la forma de una pequeña locomotora, también servidos en cucuruchos como los helados, pero ahora de papel. Otros que figuran entre mis preferidos: el gárrulo alboroto de los niños en los recreos que entran por la ventana de mi estudio; sonido que me remite a otro semejante, las dos oportunidades que nos alojamos en un departamento en Coyoacán, enfrentado a un colegio, sonido este profundamente ligado a los aromas del mercado, a la vuelta de nuestro departamento, y de los churros recién hechos que vendían en un puesto, próximo al colegio.
Otro sonido que me acude algunas noches de insomnio, quizás contraveneno a los escapes abiertos de autos y motocicletas, es el crujido imperceptible que escuchaba en algunas salidas como andinista. Lo que el sol caldea, el frío de las estrellas contrae, y las rocas se estremecen levemente con los chasquidos, y la inercia de esas moles en su temblor imperceptible todavía me sacude el alma; lo que algunos arrieros supersticiosos llaman “el bramido de la sierra”, arrebujado en la bolsa de dormir, escuchaba las piedras quejarse, en mi recuerdo e imaginación multiplicados por la noche como un eco y pensando que la cordillera, de Alaska a Tierra del Fuego, se cuarteaba.
Evocaciones coincidentes, en esta líneas, con séptimo y último tomo de Proust: El tiempo recobrado.
Danilo Albero
